Gabriela Dueñas. INCREMENTO DE SUICIDIOS EN ARGENTINA: CUANDO EL DOLOR INDIVIDUAL ES UN ESPEJO DE LA FRACTURA SOCIAL
Las cifras del suicidio en Argentina no dejan de crecer, abarcando a jóvenes, adultos y ancianos. Frente a esto, es tentador buscar explicaciones solo en lo individual: una depresión no tratada, una crisis personal. Pero ¿y si este dolor íntimo tiene raíces mucho más profundas, en las grietas de nuestro tejido social? Este artículo propone una mirada distinta: el suicidio como un síntoma social, un grito mudo que nos habla de un país que está fallando en contener, dar sentido y cuidar a sus habitantes.
1. NO ESTAMOS SOLOS FRENTE AL DOLOR (pero a veces lo sentimos así).
Desde la psicología profunda sabemos que el ser humano nace en un estado de total dependencia. Necesitamos de otros -primero la familia, luego la escuela, el trabajo, el Estado- para construir una identidad y un escudo contra la angustia. La cultura actúa como un “dique” que canaliza nuestro instinto más oscuro: la pulsión de muerte, esa fuerza interna que a veces busca la quietud total.
El suicidio ocurre cuando esos diques se rompen. Cuando las redes fallan y el sujeto queda a la intemperie, ese impulso autodestructivo puede volverse contra uno mismo. En Argentina, psicoanalistas como Fernando Fabris hablan de un “desamparo institucional”. Un Estado que se retira, que no garantiza salud, trabajo o educación digna, dejando a las personas sin un “Otro” que contenga. El mandato social se vuelve cruel: “¡Debes salir adelante solo!”. Y cuando eso es imposible, la culpa y el fracaso pueden empujar al abismo.
2. LA SOCIEDAD DEL “SÁLVESE QUIEN PUEDA”
Aquí entra la sociología. Hace más de un siglo, Émile Durkheim explicó que el suicidio aumenta en sociedades atravesadas por la “anomia”: una falta de normas claras y una ruptura de los lazos que unen a las personas. Su diagnóstico sigue vigente, aunque hoy la anomia es más compleja. No es solo falta de reglas, sino una ética del sálvese quien pueda, promovida por políticas que mercantilizan la vida, recortan derechos y nos enfrentan entre nosotros como competidores.
El filósofo Byung-Chul Han añade una vuelta de tuerca. Hoy la presión no viene solo de afuera, sino de adentro. Vivimos en la “sociedad del rendimiento”, donde el mandato es “¡Sé tu propio proyecto, sé exitoso!”. Cuando este imperativo choca con la realidad de un país en crisis crónica, el fracaso se vive como culpa personal. El resultado es una “autoexplotación” que lleva al agotamiento, la depresión y, en casos extremos, al suicidio.
3. CÓMO SE INTERNALIZA EL MALESTAR: LA HERIDA EN LO COTIDIANO
Este clima social no es una abstracción. Se cuela en la vida diaria y mina la autoestima.
- En lo laboral. Cada contrato precario, cada postulación rechazada, cada mes sin llegar a fin de mes, es un mensaje que golpea el narcisismo: “¿Valgo algo?”.
- En el discurso social. Frases como “el que no progresa es porque no quiere” o “hay que ser emprendedor” naturalizan la exclusión y convierten el sufrimiento social en una falla personal.
- En el tiempo. La crisis crónica nos atrapa en un “presente perpetuo”. Sin futuro posible, sin proyectos, el tiempo deja de tener sentido. Esto impide elaborar las pérdidas y favorece actos impulsivos.
Así, lo social se instala dentro: una voz interna cruel (el “superyó”) repite: “Si no logras salir adelante, la culpa es solo tuya”. La rabia por la injusticia se vuelve así contra uno mismo.
4. JUVENTUD Y VEJEZ: LOS MÁS GOLPEADOS POR LA MISMA LÓGICA
Los extremos de la vida muestran con crudeza esta fractura.
- Los jóvenes enfrentan la “forclusión del porvenir”: un mundo sin horizontes, donde los ideales colectivos se han esfumado. Atrapados entre el mandato de ser exitosos y la imposibilidad material de proyectar, algunos ven en el suicidio una forma desesperada de ponerle un límite a una espera infinita.
- Los adultos mayores sufren la “cultura del descarte”. Una sociedad que solo valora la productividad los vuelve invisibles, los abandona en la pobreza y el aislamiento. Para algunos, el suicidio es la obediencia última a un mandato social que ya los había borrado.
En ambos casos, lo que se rompe es el “lazo intergeneracional”: la transmisión de cuidado, saber y sentido que une a una comunidad. Sin eso, el tejido social se deshace.
5. ¿QUÉ HACER? HACIA UNA POLÍTICA DEL CUIDADO
Frente a un problema de esta magnitud, las respuestas meramente clínicas son insuficientes. Se necesita una reinvención política que reconstruya los lazos sociales. Esto implica:
- Políticas de Estado concretas. Como la plena implementación de la Ley Nacional de Salud Mental (que reemplace el modelo manicomial por uno comunitario) y una Ley de Empleo Joven que ofrezca no solo trabajo, sino formación y sentido de pertenencia.
- Fortalecer las redes comunitarias: asambleas barriales, espacios culturales, grupos de acompañamiento. Estos “nuevos diques” cotidianos son la primera trinchera contra la desesperanza.
- Cambiar el relato. Sustituir la ética del éxito individual y la competencia por una ética del cuidado colectivo. Revalorizar el trabajo digno, el tiempo compartido y la interdependencia como pilares de una sociedad sana.
CONCLUSIÓN: ESCUCHAR EL GRITO MUDO
El aumento de los suicidios es una interpelación urgente. Nos muestra que el malestar no está solo “en la cabeza” de las personas, sino en las estructuras de un modelo social que descarta, precariza y abandona. Atender esta crisis no es solo un deber de salud pública; es el desafío fundamental para construir un país donde la vida valga la pena ser vivida. Donde nadie se sienta tan solo en su dolor que el único horizonte posible sea la nada.
Fuente : https://www.facebook.com/gabriela.duenas.754/about_overview

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