Por Marcos Joel :El progresismo no solo vació a la izquierda, la desarmó política, ideológica y moralmente
El progresismo no solo vació a la izquierda, la desarmó política, ideológica y moralmente.
La fue edulcorando hasta convertirla en una caricatura inofensiva, incapaz de cuestionar de raíz las estructuras que sostienen el sistema de dominación capitalista. Aquella izquierda que nació para transformar la realidad, para subvertir el orden existente y para construir justicia social real, fue progresivamente domesticada. En su lugar emergió un progresismo dócil, administrativista, más preocupado por la estética del discurso que por el contenido de las transformaciones, más atento a no incomodar al poder que a representar a las mayorías populares.
El progresismo no cambia la realidad, la maquilla. No enfrenta las causas estructurales de la desigualdad, sino que actúa sobre sus consecuencias más visibles, aplicando parches temporales que no alteran el núcleo del problema. Políticas focalizadas, reformas superficiales, gestos simbólicos y relatos edulcorados sustituyen a la transformación profunda. De este modo, el sistema permanece intacto, mientras la miseria se administra con un lenguaje amable y una narrativa de supuesto avance. El resultado es una izquierda convertida en gestora de la crisis capitalista, legitimando el orden que debería combatir.
Esta mutación no fue casual ni espontánea. Es el producto de décadas de retroceso ideológico, de renuncias programáticas y de claudicaciones políticas. La izquierda dejó de pensarse como una fuerza histórica de ruptura y comenzó a asumirse como una variante “humanizada” del mismo sistema. Así, el progresismo se convirtió en un dispositivo de contención social, canaliza el descontento, lo desactiva y lo devuelve al sistema en forma de consenso pasivo. El espejismo del cambio cumple una función central, impedir que las mayorías cuestionen el poder real.
La izquierda, si pretende volver a ser tal, necesita algo más que etiquetas o identidades discursivas. Necesita despertar conciencias. Y despertar conciencias implica recuperar la noción de conflicto, de lucha de clases, de antagonismo social. No hay justicia social sin confrontación con quienes concentran la riqueza y el poder. No hay democracia real mientras las condiciones materiales de existencia estén determinadas por una minoría que legisla, gobierna y acumula en función de sus propios intereses.
Ese despertar no puede quedar en la denuncia retórica, debe traducirse en organización, en acción política concreta y en la construcción de poder popular. Transformar la realidad exige crear las condiciones materiales que permitan derribar el sistema de dominación vigente. Y eso implica cuestionar uno de los grandes mitos de nuestro tiempo, la llamada “alternancia democrática”. Se nos ha hecho creer que la democracia consiste en turnarse para administrar el mismo modelo económico, el mismo esquema de explotación, la misma estructura de privilegios. Esa alternancia no es democracia, es una farsa institucionalizada.
La llamada “paz democrática” es, en realidad, un mecanismo de disciplinamiento social. Bajo la apariencia de estabilidad y consenso, se esconde el secuestro de la voluntad popular. Las decisiones estratégicas no las toma el pueblo, sino una élite económica y política que se reproduce a sí misma. Mientras tanto, las mayorías sobreviven con salarios de hambre, jubilaciones indignas y condiciones de vida cada vez más precarias. Esta no es una anomalía del sistema, es su funcionamiento normal.
El progresismo, lejos de ser una alternativa al neoliberalismo, es su antesala. Allí donde el progresismo fracasa, porque inevitablemente fracasa al no tocar los intereses estructurales del capital, emerge una reacción aún más brutal. Así ocurrió en Argentina, así se observa en Chile y así comienza a perfilarse en Uruguay. El desencanto con el progresismo no conduce automáticamente a una radicalización emancipadora; muchas veces abre el camino a una ultraderechización feroz, que capitaliza la frustración social y la convierte en odio, exclusión y autoritarismo.
La socialdemocracia cumplió un rol similar. Durante la Guerra Fría, funcionó como una narrativa útil para sostener la ilusión de un capitalismo reformable, regulado y socialmente justo. Pero esa experiencia estuvo siempre atada a condiciones históricas excepcionales. Con la caída del Muro de Berlín y la ofensiva neoliberal global, la socialdemocracia perdió incluso su justificación histórica. Lo que quedó fue un capitalismo maquillado, incapaz de cumplir sus promesas y funcional a la reproducción del sistema. El progresismo no es más que la actualización de ese mismo engaño.
Ambos modelos, progresismo y neoliberalismo, no son opuestos reales, sino expresiones complementarias de un mismo proyecto. Dos cabezas del mismo monstruo. Uno administra el sistema con rostro amable; el otro lo impone con violencia abierta. Pero el resultado es el mismo, mayor concentración de riqueza, mayor precarización, mayor explotación y una creciente pérdida de derechos.
La única salida real es cortar el problema de raíz. Recuperar la conciencia de clase, romper con la naturalización de la injusticia y asumir que no hay soluciones individuales a problemas estructurales. Despertar de esta pesadilla implica asumir un rol activo, colectivo y organizado. Significa dejar de ser espectadores para convertirse en protagonistas de la historia. Volver a poner en movimiento la rueda de la historia, no para administrar lo existente, sino para transformarlo.
La democracia, finalmente, debe ser resignificada. Nunca se trató de alternancia ni de delegación pasiva. La democracia no pertenece a una élite que decide por el pueblo; la democracia es el poder del pueblo ejerciéndose de forma efectiva.
Y entonces la pregunta se vuelve inevitable y urgente.¿Quiénes conforman ese “todos” del que tanto se habla?¿Una minoría privilegiada que vive del esfuerzo ajeno?¿O las grandes mayorías que producen la riqueza social?
Si democracia significa poder del pueblo, la cuestión central no es teórica sino práctica, ¿ qué está esperando el pueblo para ejercer ese poder y disputar el control real de su propio destino?
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